Me gustan los restaurantes auténticos. Aquellos restaurantes en los que manda la cocina; es el plato el que pone orden a todo. Rinde al jefe del estado, al primer ministro, a las concubinas del poder, al directivo, a la señora de la jet, a la pija y al escéptico. Hay cierta desnudez en ese tipo de cocina, la autenticidad del que sabe que el mayor reconocimiento es la fidelidad, el aplauso de un buen rebaneo de plato. La buena comida es aquella que aprecia el rey y el villano que tienen en común el buen paladar. Todo lo demás, o sobra, o todo el mundo admite que es accesorio.
Los restaurantes auténticos pueden ser de cocina creativa o tradicional. Lo que tienen en común es que el mando está en los fogones. Eso se nota en modernos como el Chaflán o incluso en clásicos y conservadores como El Landa en tierras castellanas. En ellos la sala se limita a rendir homenaje a lo que hay en la cocina. Cocina que incluso vemos como símbolo tras un cristal en el Chaflán o en el cochinillo o lechazo que trae pomposamente el camarero al comesal en tierras burgalesas, segovianas…
Lo que no me gusta de los restaurantes de moda – de cocina tradicional o creativa- es el protocolo innecesario o tonteo –utilizo adrede la palabra más sencilla- y sofisticación superficial que en muchos casos les rodea. Dentro y en el entorno de su clientela. Internamente, la buena cocina debe ser sencillamente buena cocina.
Los restaurantes con protocolo (o el protocolo como seña de identidad del restaurante)
Siempre me viene a memoria el caso de un reconocido profesor norteamericano que acababa de ser recibido por el Rey y tras pasar por el hotel, y ponerse algo más cómodo, acorde con los calores de Madrid de un duro mes de agosto, se quedó sin comer en un conocido restaurante porque no llevaba chaqueta y corbata. Claro está que, según me cuentan, fue meses antes de que Alfonso Guerra fuera al mismo restaurante, siendo ya Vicepresidente del Gobierno, y nadie dijo ni mus, aunque iba luciendo desahogadamente su ilustre cuello.
La etiqueta es algo que se exige en muchos países. En Inglaterra, por ejemplo, hasta en la “dinner” (cena) en casa los miembros de la familia se ponen elegantes para ir a la mesa. En Estados Unidos cenar de etiqueta es casi un deporte nacional en las esferas políticas y de los negocios, algo que se acepta como «cultural» y de masas (dentro de un orden, claro).
Una cosa es la etiqueta, las buenas formas culturales, la corrección y otra es lo que denomino el “etiquetismo” como finalidad en sí misma, como parte consustancial de la imagen y prestigio del restaurante. Es sabido y aceptado que algunos restaurantes el etiquetismo es un sello de identidad que parece ostentarse con avenencia.
A veces los aires y formas del maitre y el somellier, incluso de algún camarero, con tan aristocrático porte te hacen incómoda toda una excelente comida. Siempre pienso en cómo incidirá el coste en euros del traje del maitre en el plato que tengo delante. Cierto que por este sistema tendría que pensar en cómo incide la cubertería de plata, la vajilla, la mantelería, etc. Al final acabo asumiendo que el maitre y el somellier vistan acordes al sitio y sus trajes sean más caros que el mío. Pero no debo estar mal encaminado cuando miembros de la Casa Real se descuelgan en sitios populares y se sienten cómodos rompiendo el protocolo y la etiqueta.
Pero dejemos lo anterior en un tema menor. Todavía es más chocante la sofisticación gastronómica gratuita e innecesaria. Esto es, unas Cartas que parecen un tratado de rarezas gastronómicas y mezclas de denominaciones y orígenes sofisticados no muy justificados. Pero lo más pintoresco es que si haces una pregunta el maitre, este te responde con perfecta corrección, pero con una leve sutileza de sufrida voz de aquel que debe aclarar algo que es obvio…
Lo que alimenta esta tontería es un determinado tipo de clientela; de lo contrario sería difícil que tales cosas sobrevivieran; el pueblo, la burquesía, habría llevado a la bastilla a estos santuarios de un protocolo excesivo, desfasado y artificial. Especialmente en un país como España que ha abolido por decreto los «excelentísimos» y tratos protocolarios para hacer las relaciones más acordes con los tiempos actuales. O en tiempos de gurús multimillonarios de las nuevas tecnologías que ostentan una imagen pública en la que la chaqueta y la corbata brillan por su ausencia.
Tengo un amigo al que le divierten mucho con estas cosas y juega un papel de trasgresor de las reglas al límite, para luego dejar una propina que siempre supera el 50% de la factura. Esto fomenta una actitud de servilismo galopante en el servicio que entra en un juego que le conviene. Cada vez que volvemos a los restaurantes en cuestión entran en juego los malabarismos del falso peloteo y la hiprocresia. Al final me viene a la memoria la conocida escena de la película Pretty Woman.
La demanda social de protocolo y sofisticación gratuita
Hace unos años compartía mesa con una persona de un país hispano que me decía que él siempre que venía a España tenía concertada previamente una cena en El Bulli. Sin duda era una suerte tremenda tratándose de alguien cuya actividad profesional no tenía nada que ver con el mundo gastrónómico. En realidad, me estaba entregando su tarjeta de visita.
Algunos que adoran los restaurantes con protocolo, la comida sofisticada y la nueva cocina creativa no distinguirían la sal madón de la sal de Torrevieja o una lubina salvaje de una lubina de picisfactoría. Sin embargo, más de una vez han devuelto una botella de 300 euros a un somellier bajo el pretexto de que el vino no estaba en perfectas condiciones, mientras en mi casa confundían un nuevo Jumilla con un Vega Sicilia.
En una parte del mundo de los negocios y de determinados círculos sociales la buena comida no basta. Hay un juego, una sofisticación gastronómica gratuita que se demanda porque en realidad es una extensión más de la personalidad de algunos individuos o del clima e imagen que necesitan para desarrollar su actividad profesional o la misma relación social.
La gastronomía en España se ve envuelta en este contexto social y cada restaurante sale como puede. Soy consciente de que el problema no está en los restaurantes, sino en la demanda social de este tipo de servicios. Por eso me remito al principio de este artículo, me gustan los restaurantes auténticos, los que sus platos riden al rey y al villano.